martes, 7 de diciembre de 2010

A gritos...

¿Quién dijo que educar era fácil? Esos enanos que nos han puesto la vida patas arriba y a los que adoramos no tardan en dar muestras de que a ellos lo que les gusta es hacer su santa voluntad y no la nuestra. Y nos desesperamos.

     En ese punto, las formas de reaccionar de los padres son muy diferentes. Juan y Luis tienen cuatro años. Por supuesto, los dos desobedecen. A Juan le gritan constantemente para que haga caso, y a Luis nunca, pues sus padres piensan que gritar es ejercer una form de violencia sobre el niño, que más adelante podría perjudicarle. Dialogan con él de forma interminable cada una de las cosas que le piden. Sin embargo, ni unos ni otros han logrado todavía que los niños se comporten mejor.

¿Hay que gritar?


    Ana tiene cinco años. Hace ya veinte minutos que su madre le dijo por vez primera que se fuese a duchar. Desde entonces, lo ha repetido unas quince veces. Poco a poco, ha ido subiendo el volumen de voz, pero la niña sigue sin reaccionar. Cuando ya no puede más, la madre empieza a vociferar. Entonces la pequeña, enfurruñada, se levanta y va a la ducha. Pero en este momento, la familia entera ya está enfadada, nerviosa y de mal humor. Aunque a todos nos han ocurrido situaciones parecidas, es obvio que tiene que haber un sistema mejor. Y lo hay.

    Cuando en una familia las normas están bien establecidas, las ocasiones de discusión  o desobediencia disminuyen notablemente. Para ello, esas reglas deben ser las justas y estar claras para todos, especialmente para los niños. Además las consecuencis, tanto si se cumplen como si no, han de estar bien especificadas. Si la edad del niño lo permite también es bueno que él participe en su elaboración. Por ejemplo, si la norma es "hay que ducharse cuando mamá lo diga", Ana debe conocer de antemano que si no lo hace no habrá cuento antes de dormir, pero que si obedece, tomará su postre preferido. De esta manera, lo más probable es que obedezca en un espacio de tiempo más o menos razonable. Evidentemente, este planteamiento requiere una importante dosis de autocontrol y de constancia por parte del adulto. 

    En general, los adultos gritamos para desahogarnos. Pero el grito como técnica para lograr que mejore la conducta de los niños tiene muy poca utilidad.  

Sordos como tapias

    En las consultas de los otorrinos podemos encontrar padres que acuden a comprobar si la audición de sus hijos está bien, convencidos de que es posible que no obedezcan porque no oyen bien. El otorrino sonríe y, en la mayoría de los casos, confirma que no tienen ningún problema de oído.

    No es que los niños no oigan nuestros gritos, a pesar de que los vecinos nos miren con cara rara cuando nos cruzamos con ellos en el portal. Es, sencillamente, que se habitúan a oírnos chillar, y cada vez hay que hacerlo más fuerte para que les llame la atención.

Ruido de fondo

     En este tema influyen también los hábitos familiares, en lo que se refiere al nivel de ruido tolerado en una casa. Hay familias en las que habitualmente se habla gritando de punta a punta de la casa. Generalmente en estos casos es normal que la televisión esté a todo volumen, incluso cuando no hay nadie viéndola, o que el equipo de música o la radio suenen constantemente, sin que nadie las escuche. En ese ambiente, gritar a un niño porque no ha recogido los juguetes es inútil, pues el sonido quedará amortiguado por el ruido reinante.

    Normalmente, de padres gritones, hijos gritones. Aunque nos habituamos a vivir entre el barullo, un nivel de ruido alto y continuado puede resultar crispante y generar ansiedad en los miembros de la familia. De modo que es importante enseñar a los niños a "bajar el volumen", Y la mejor forma de hacerlo, es actuar nosotros de ejemplo.

Mal ejemplo

    Gritar en exceso, además de inútil, comporta también otros riesgos. En primer lugar, no debemos olvidar que los padres son siempre modelos privilegiados para sus hijos. Y eso supone que si nosotros les gritamos mucho, les estamos enseñando que los problemas pueden resolverse a voces. Además, puede haber niños especialmente sensibles que se asusten mucho más de lo que nosotros pretendíamos. En ese caso, en vez de lograr que nos presten atención, estamos provocando una subida importante de sus niveles de ansiedad. El niño siente ese grito como un castigo y, si es frecuente y no demasiado justificado, vivirá atemorizado ante la constante amenaza de una sanción, de la que no conoce las causas.

Reserva tus gritos

    Como norma general es mejor reservar el chillido para situaciones de "emergencia", en las que necesitamos sobresaltar al niño para avisarle, por ejemplo,de algún peligro. Estas circunstancias son las que verdaderamente requieren gritarle con toda nuestra energía. Si está habituado a las voces, no reaccionará especialmente. Pero si no lo está parará en seco. Nos mirará asustado y, al percibir nuestra cara seria y enfadada, se dará cuenta de que ha hecho algo realmente malo.

Mejor que los gritos

 * Negocia con tu hijo las reglas a obedecer. Han de ser pocas y de obligado cumplimiento.

* De vez en cuando, en vez de chillar, susurra. Tendrá que interrumpir su actividad y concentrarse en escuchar. 

* No olvides que una orden emitida en tono seco y cortante con cara seria es más eficaz que cualquier chillido.

* Evita repetir una y otra vez la misma indicación, porque inevitablemente subirás el tono.

* Asegúrate de que tu hijo te ha oído desde el principio, obligándole a detener su tarea.

* Si no te obedece, cumple siempre tus amenazas.

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